EL DILEMA DE APROBAR O DESAPROBAR Y LAS TENSIONES ENTRE DIFERENTES MODELOS EDUCATIVOS

   La compañera Celeste Viedma, docente en una escuela secundaria y en la UBA, reflexiona sobre el neoliberalismo educativo como productor de subjetividad. Lo hace a partir del relato de una situación de examen y analiza su propia práctica en relación con una alumna que, habiendo aprobado su materia, debe volver a cursarla al no pasar de año. “¿Qué estoy haciendo?”, se pregunta, intentando superar actitudes que nombra como conservadoras y compasivas.

   Compartimos a continuación su escrito presentado como ponencia en el XXVIIº Congreso Pedagógico UTE-CTERA. Lo tomamos de la publicación del mismo (página 82), donde pueden leerse más trabajos de escuelas secundarias y otros de los demás niveles del ámbito educativo de la ciudad:

https://ute.org.ar/wp-content/uploads/2023/04/Publicacion-XXVII-Congreso-Pedagogico-UTE-2022ok.pdf

ELOGIO DE LO IMPOSIBLE: PENSAR LA TAREA DOCENTE BAJO LA DOMINANCIA NEOLIBERAL

Celeste Viedma*

 

Henos aquí pues en el principio maligno de ese poder siempre abierto a una dirección ciega. Es el poder de hacer el bien.

Jacques Lacan

 

Situación disparadora: a modo de introducción

   Martes 22 de febrero de 2022. Hoy termina el Período de Apoyo y Acompañamiento para les alumnes que no promocionaron la materia el año pasado. En el cuarto año en el que doy clase, solo queda una estudiante por definir. Estoy en el aula esperándola, me pregunto si vendrá. Mientras me abanico con una hoja, recuerdo el mensaje de la tutora del curso: “durante la pandemia le fue asignada la tarea de cuidado de sus tres hermanitos y además la familia se mudó a más de 50 km de la escuela, recién ahora retomamos contacto y pudimos lograr un compromiso”. Esto fue en octubre. Desde entonces vino algunos días. Recuerdo haberle dicho que no importaba todo lo pasado, que tratara de ir haciendo las tareas asignadas en la última parte del año. Que, al menos, intente resolver el ejercicio integrador que armé para el Proyecto de Intensificación de Aprendizajes (PIA). Pero no entrega nada ni viene durante diciembre. Recién hace quince días, cuando volvimos a la escuela para el período de febrero, me pregunta cómo puede hacer para aprobar. Decido enviarle un texto-resumen del material de lectura y un trabajo práctico integrador. Pero no vuelve a aparecer y hoy es el último día. Me pregunto si, en caso de venir, traerá el trabajo hecho. Si no trae el trabajo, pienso en aprovechar este rato para orientarla y que pueda terminarlo. Salgo de mi estado ensimismado con un mensaje de whatsapp: “hola buenos días profe acá le dejo el trabajo”. ¡Qué alegría! Un alivio. Comienzo a leer. Está escrito en lápiz. Las oraciones se cortan abruptamente. No ejemplifica, no analiza situaciones ni relaciona conceptos, aunque sí presenta y define algunos. Dudo. Lo que pudo producir es muy flojo. “Profes, les pido que en lo posible le acerquen a la alumna alguna estrategia para poder aprobar”, resuena la voz del equipo de tutoría en mi cabeza. Bueno, me digo, le mandé un trabajo y lo hizo: teniendo en cuenta su situación, es bastante. Decido aprobarla.

   Al comenzar el nuevo ciclo lectivo, la encuentro en el aula. No logró reducir las materias que adeudaba al mínimo de cuatro, así que no pudo pasar a quinto año. Compañeres diferentes, las mismas materias, les mismes docentes. Pienso: por suerte este año retomé el programa habitual, que había cambiado a raíz de la pandemia. Hay temas nuevos, otros ejercicios y trabajos, así que al menos los contenidos no le van a resultar “repetidos”. Me digo que será una buena oportunidad para tratar de que alcance las habilidades que no logró en aquel trabajo práctico de diciembre. Con esperanza entonces, arranco el año. Lo primero que noto es que está asistiendo a la escuela en forma regular. ¡Qué bueno! Todo parece auspicioso. Pero de a poco vuelve la preocupación. Clase tras clase recorro el aula y la encuentro mirando el celular, muy resistente a responder los cuestionarios que doy “para la carpeta”. Comienzo a observarla más detenidamente y noto que tampoco “copia” cuando dicto las consignas ni participa en los trabajos prácticos grupales. Entrega las pruebas escritas “en blanco” o con muy poca producción y todo parece indicar que no aprobará la materia en el segundo cuatrimestre. Intento conversar con ella en varias oportunidades para saber qué está pasando, pero no logro más que hermetismo y gestos de hartazgo. Con una sola excepción: “pero vos el año pasado me aprobaste”.

¿Qué estoy haciendo?

   La viñeta relatada anteriormente está, como quien dice, “basada en hechos reales”. Con algunas modificaciones para preservar el anonimato y otras para evitar que lo sustancial por transmitir se pierda en detalles anecdóticos. Hoy me gustaría compartir el efecto que lo sucedido con esta alumna tuvo en mí. Podría decirse que, con esas últimas palabras que apuntaron a mi decisión de aprobarla el año anterior, logró despertarme de mi letargo. Fueron como un espejo y dejaron resonando una pregunta: ¿qué estoy haciendo? Esta ponencia será un intento por darme a la tarea de responderla. Se trata de un comienzo, que comparto con ánimo de pensar en comunidad.

   Desde que empecé a ejercer como profesora allá por el 2018, traté de sostener una actitud compasiva, sensible ante el malestar social de muches de mis alumnes. Esta posición se fue forjando en compañía de otres colegas capaces de los mismos sentimientos. Fue alimentada colectivamente, por el trabajo en la escuela día a día y la identificación con quienes, desde adentro de las instituciones, nos enfrentábamos a la actitud de otros profes más reacios a contemplar las dificultades de nuestres pibes. “Los viejos”, “los dinosaurios”, “los fachos”, los que exigen como si la secundaria fuera aquella de mediados del siglo XX, como si nada hubiera cambiado desde entonces. Luego de varios años de ejercicio, el rechazo por estas posiciones conservadoras sigue vivo, pero también fue creciendo en mí una incomodidad con aquella otra sensibilidad más compasiva. Es esta última, forjada y alimentada en comunidad, lo que está empezando a resquebrajarse también por la tarea colectiva. Así, en la Reunión Institucional (RI) y en los Espacios para la Mejora Institucional (EMI), entre colegas solemos comentar nuestro malestar ante los empujes a “aprobar a cualquier precio”, por un lado, y ante la insensibilidad de quienes no contemplan ninguna diferencia entre les estudiantes, por el otro. El escenario nos empuja, pues, a vivir en una constante tensión entre las posiciones más bien conservadoras o exigentes y la presión para aprobar y “hacer la vista gorda” con los objetivos de aprendizaje.

   El propósito de esta ponencia es tratar de pensar críticamente –es decir, teóricamente– esa tensión. Para ello, buscaré inspiración en el psicoanálisis. Trataré de presentar, en primer lugar, por qué Freud situaba la tarea de educar entre aquellas imposibles y, luego, en qué lugar se ubica dicha imposibilidad para las dos posiciones delineadas previamente. Esto desembocará en una pregunta por la pregnancia de ambas y, muy especialmente, por cómo ellas confluyen o no con la política educativa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. A través de tal análisis, intentaré reflexionar sobre el neoliberalismo educativo como productor de subjetividad.

Lo imposible en las posiciones conservadora y compasiva

   ¿Por qué puede afirmarse que educar es una tarea imposible? ¿En dónde estriba esa imposibilidad? Germán García (2019) lo resume en la siguiente frase: “existe algo real que limita la transmisión, que la deja a merced del que la recibe. El que aprende tiene que suponer un saber que ignora, el que enseña ignora la relación de cada alumno al saber” (p. 91). Que quien aprende deba suponer un saber que ignora implica que se requiere que espere algo del docente o de la escuela, que sienta que tiene algo que tomar del Otro, que éste algo tiene para aportarle. Enseñar requiere esta disposición del lado de quien aprende, que a su vez no es de ningún modo “voluntaria”: hace a su relación con el saber, ante todo, con aquel saber “no sabido” que es el inconsciente. Por otro lado, quien enseña ignora esa relación. Es decir que, como docentes, no sabemos si esta disposición está en quien tenemos adelante porque no conocemos cómo se relaciona cada alumne con ese saber “no sabido” que es, en definitiva, el inconsciente. Y que afecta su vínculo con nosotres y con la escuela.

   Pero es preciso observar que, desde la perspectiva psicoanalítica, este real imposible no es un obstáculo por sortear, sino que constituye el motor del lazo educativo. Pues es precisamente esa dimensión inconsciente lo que puede “abrir las puertas de la interrogación y la indagación, del deseo” (Elgarte, 2009, p. 325). Es porque la imposibilidad constitutiva hace obstáculo que algo puede suceder. Jacques Lacan (2007) lo pone del siguiente modo: para que haya enseñanza, debe haber cierta dosis de arte. Quien transmite precisa abandonar la pretensión de que “todo encaje” y “evocar la falta” (p. 187), es decir, permitir que sea su propio deseo (inconsciente, ¿cuál otro?) aquello que conduzca la tarea. Diferenciaba, de este modo, entre el enseñante, movido por su deseo, y el profesor. Aquí no nos interesa apegarnos a su terminología, simplemente señalamos esa invitación a hacer de la falta el motor del acto de educar. Ahora bien, ¿dónde se colocan las dos posiciones mencionadas previamente en relación con este imposible constitutivo, inconsciente, que es obstáculo y a la vez motor de la práctica educativa?

   No es difícil notar que los profes “a la vieja usanza”, que se desentienden de las condiciones requeridas para que les estudiantes alcancen logros educativos, incurren en una suerte de negación de lo imposible. Ante el fracaso escolar, ubican toda la responsabilidad del lado del educando y su “voluntad”, sin reparar en que el obstáculo puede estar precisamente allí donde la voluntad no tiene ningún dominio. De este modo, la posición conservadora no sólo reniega de aquellos aspectos sociales, económicos o familiares que dificultan el aprendizaje, sino también del inconsciente involucrado en el vínculo tanto para el educando como para el profesor. Tenemos entonces, de este lado, un rechazo de lo imposible. ¿Y qué sucede con la otra posición que más arriba hemos llamado “compasiva”? La anécdota con la que comencé este escrito se trataba claramente de un caso de este tipo. Allí, tratando de contemplar las precarias condiciones familiares y socioeconómicas de la alumna en cuestión, decidí “ayudarla”: ofrecerle una estrategia personalizada y, finalmente, aprobarla pese a que no alcanzó los resultados que esperaba. No obstante, al año siguiente, me encuentro con una inexplicable resistencia a cualquier actividad que le propongo. Logro entonces pescar que, además de las dificultades contextuales, aquí está ocurriendo algo de otro orden, que previamente descuidé. Aprobarla, en estas condiciones, sería ignorar deliberadamente esta resistencia inconsciente, dejar intacta la mella de aquel real imposible del que nos hablaba Freud. Esto implicaría entonces, en aras de “hacer el bien”, negarle la oportunidad de trabajar sobre ello. Y negarle, además, la dignidad de asumirse responsable (volveré más adelante sobre este punto).

   La experiencia de quienes tenemos la tarea de educar constata que, además de las dificultades contextuales (institucionales, socioeconómicas, familiares, etc.), a las que por supuesto es preciso atender, lo cierto es que el mayor desafío está en aquellos casos en los que el locus del fracaso escolar se ubica en un radical rechazo del estudiante al aprendizaje. Punto sensible, inconsciente, que hace a la mencionada relación singular de cada estudiante con el saber. Punto con el que me topé personalmente en el caso que elegí para abrir hoy esta conversación. Pero este locus de imposibilidad rara vez es percibido y así trabajado por la escuela. En el caso reseñado previamente, de hecho, fue negado desde una actitud más bien compasiva. Pero, ¿la posición compasiva siempre implica una negación de lo imposible, al igual que la conservadora? No necesariamente. Uno podría atender las dificultades contextuales que los conservadores ignoran y observar también esta otra dificultad, mucho más difícil de conmover. No obstante, no es eso lo que sucede habitualmente entre quienes procuramos “ayudar” a les pibes.

¿Un “neoliberalismo compasivo”? Pensar la coyuntura

   Hasta aquí, delineamos qué relación sostienen una y otra posición con el real imposible que, desde el psicoanálisis, obstaculiza toda transmisión. Mientras que la conservadora rechaza o niega lo imposible, la posición compasiva podría tomar otro camino, pero en los hechos no suele hacerlo. ¿Por qué sucede esto? Me gustaría arriesgar una hipótesis. Para ello, tendremos que dar un breve rodeo por otro concepto que proviene del campo del psicoanálisis: aquello que Lacan denominó “discurso capitalista”. Luego, consideraremos hacia dónde nos empuja la política educativa del Gobierno de la Ciudad y, a través de ello, trataremos de caracterizar qué subjetividad proyecta la discursividad neoliberal en materia de educación.

   Los “discursos” de Lacan no constituyen lo que comúnmente entendemos por tales, sino que son formas del lazo social. Aquí no nos detendremos en cómo podríamos utilizarlos para la práctica educativa (al respecto, recomiendo enfáticamente el trabajo de Elgarte, 2009). Nos enfocaremos en las características de un tipo singular, denominado “capitalista” (Lacan, 1978 y 1993). Esta forma de lazo social es aquella que interpela desde la figura del “empresario de sí mismo”, que prescinde del Otro y se cree autosuficiente (Aleman, 2016). Puede pensársela como la formación ideológica que resulta dominante en la escena neoliberal (Nepomiachi y Sosa, 2021). Se caracteriza por el repudio a la imposibilidad que atraviesa constitutivamente toda relación social.

   Pues bien, lo que trato de proponer aquí es una lectura de la actual política educativa de la Ciudad de Buenos Aires desde esta conceptualización lacaniana. En otros términos, sostengo que lo que podríamos denominar neoliberalismo educativo trabaja en forma análoga al discurso capitalista: obturando, negando, desmintiendo la imposibilidad constitutiva de la práctica de enseñar. Pero no lo hace en afinidad con la posición conservadora, sino más bien desde la compasión. Estamos entonces ante una suerte de “neoliberalismo compasivo” en materia de educación.

   Una lectura rápida al nuevo Régimen Académico (por lo demás, intempestivo e inconsulto, retomando adjetivos ya dichos en este Congreso) basta para comprobar que allí cualquier dificultad en el aprendizaje se presume como resultante de trabas “externas”. Se nos invita a hacer como si ese rechazo inconsciente al que me referí al comienzo no existiera y, por tanto, a obturar cualquier posibilidad de trabajar sobre él. Pareciera que, si hay fracaso escolar, la causa no debe ubicarse nunca del lado del educando. Se priva, de este modo, a les estudiantes de asumir responsablemente las consecuencias de negarse a ofrecer su parte, las consecuencias de rechazar el trabajo que requiere el logro de aprendizajes. Se los supone imposibilitados, despojados de toda potencia, incapaces de asumir la responsabilidad y la disciplina que requiere la tarea. De allí que toda la bajada de línea ministerial no nos interpela desde la dureza, sino desde la compasión.

   Con frecuencia recibimos material elaborado por el Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires que nos convoca a contemplar la diversidad de trayectorias escolares, a generar instancias de apoyo y acompañamiento, a promover el ejercicio de autonomía en nuestres alumnes. Pero detrás de estas bellas palabras se esconde una fuerte presión para aprobar a los educandos, independientemente de que hayan alcanzado o no los objetivos. De allí que directivos y supervisores suelen “chocar” en materia pedagógica con quienes sostienen posiciones más conservadoras con mucha más frecuencia que con los que estamos en la vereda contraria. ¡Parece que quienes nos compadecemos de las difíciles situaciones que atraviesan nuestres pibes confluimos tácticamente con los peores neoliberales! Esa es la incomodidad. En un Congreso Pedagógico anterior, Pablo Damián Vagnoni (2019) señalaba que el “falso progresismo” resulta sospechosamente funcional a la presión ejercida “desde arriba” para aprobar estudiantes a los efectos de mostrar logros de gestión. Sin duda, quizás sean esas las intenciones más inmediatas, pero aquí intento ir un poco más allá y reflexionar sobre el tipo de subjetividad que interpela este modo de gestionar las escuelas.

   Estamos frente a una política educativa que, adornándose de discursividades progresistas y humanitarias, apunta a una subjetividad incapaz de asumirse libre, verdaderamente autónoma y responsable. Al negar el real imposible que atraviesa el vínculo de enseñanza y aprendizaje, impide la asunción de responsabilidad por parte del/la/le estudiante. ¿Cuál es el concepto de autonomía que se sostiene si se nos empuja a soslayar aquello que éste tiene que poner de sí para aprobar? La verdadera autonomía, aquella de la que nos hablaba Freire (1997), se funda en la responsabilidad. Estudiar, dice el maestro, requiere disciplina, “es un quehacer exigente en cuyo proceso se da una sucesión de dolor y placer, de sensación de victoria, de derrota, de dudas y alegría” (Freire, 2002, p. 61). Hacer como si el problema no existiera y aprobar a quien reiteradamente incumple con los acuerdos establecidos, incluso aquellos más “personalizados” que contemplaron sus tiempos y vulnerabilidades, atenta contra la autonomía así entendida. ¿No es preferible enfrentarlo/a/e con la asunción de las consecuencias y darle así la oportunidad para revisar sus actos? Si el neoliberalismo educativo apunta a una subjetividad impotente, una posición que procure resistir a él no puede reproducir ese gesto. Precisamos entonces apostar por lo que nuestres pibes pueden alcanzar. Enfrentarles con ese real imposible que hace obstáculo y mostrarles que esperamos un esfuerzo de su parte porque los/as/es creemos capaces de lograrlo. Antes que aprobar “por compasión”, se trata de trabajar desde y con el fracaso para mellar algo de aquel locus resistente y producir un movimiento.

Reflexiones finales

   A lo largo de este trabajo, intentamos presentar una reflexión a propósito de cierta incomodidad con nuestra práctica cotidiana. Pesar que se nos presenta a quienes, compasivos ante el malestar social, económico o familiar de nuestres estudiantes, a veces cedemos más de lo que nos gustaría en los objetivos de aprendizaje. Interrogamos dicha tensión desde la conceptualización, ofrecida por el psicoanálisis, del real imposible que obstaculiza toda transmisión. Vimos entonces que, indudablemente, la posición conservadora reniega de aquel imposible. Pero la compasiva, por su parte, también suele hacerlo, aunque podría prescindir de ello. Desembocamos a continuación en la política educativa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Sostuvimos que oficialmente se presiona a les docentes para que aprueben a cualquier costo, evitando trabajar verdaderamente sobre las dificultades en las prácticas de enseñanza y aprendizaje. En este punto, la posición compasiva parece desgraciadamente confluir con la bajada de línea oficial. Dos cuestiones es preciso aclarar en este punto, antes de ofrecer las últimas reflexiones.

   Cuando decimos que el Gobierno de la Ciudad evita trabajar sobre las verdaderas dificultades, aclaremos que allí también se incluyen aquellas condiciones “contextuales” que el Estado tiene la obligación de garantizar y que la escuela por sí misma no puede resolver. En otras palabras, aquellas dificultades sociales, económicas y familiares que mencionamos son, en efecto, responsabilidad del Estado. Si no aludimos previamente a ello es porque nos parece que ya existe suficiente claridad al respecto en el campo de quienes abrazamos las pedagogías en comunidad. Más oscurecido parece el desafío de pensar cuál es la subjetividad que trata de interpelar el neoliberalismo educativo, qué tipo de sujeto imagina en el educando. Allí se dirigió nuestra reflexión. Sostuvimos entonces que la discursividad neoliberal proyecta un estudiante incapaz de asumir la verdadera autonomía que requiere el proceso de aprendizaje.

   En segundo lugar, cabe observar que la contracara de este educando impotente es una exigencia desmedida sobre la escuela y, muy especialmente, sobre el cuerpo docente. La política oficial ubica toda causa del fracaso escolar del lado de la enseñanza, “invitándonos” permanentemente a “revisar” nuestras estrategias de evaluación. En el extremo más perverso de esta compulsión, coloca los derechos laborales docentes, ¡cada vez más impunemente recortados!, entre las causas del fracaso. La negación de la imposibilidad del lado del estudiante, así como de las dificultades “contextuales” a las que el Estado debería responder, tiene su contracara en una hipertrofia de las capacidades y posibilidades de la escuela para lograr resultados.

   Ahora bien, hechas estas aclaraciones, vale formular unas últimas reflexiones. Si lo que hemos presentado en este trabajo es, como intentamos argumentar, la tendencia dominante, entonces quienes rechazamos las posiciones conservadoras debemos guardar especial cuidado en evitar que nuestra práctica se vuelva funcional a dicha tendencia. No estamos en condiciones de ofrecer soluciones, pero intentamos plantear un problema que concierne al modo de dirigir éticamente –es decir, políticamente– nuestra práctica. Podríamos extraer, brevemente, una serie de premisas para ser discutidas y eventualmente ejercidas colectivamente. Resistir a ese “falso progresismo” que condena a nuestres pibes a mentirse a sí mismes y disimular sus propias dificultades. Buscar la plasticidad, esa “dosis de arte” que nos abra algún resquicio para poder atender la singularidad de la relación de cada alumne con el saber. No ceder ante la tentación de querer “hacerles un bien” cuando en sus actos se muestran identificados con el rechazo o con la más absoluta imposibilidad. Entender que apostar por la autonomía y por la responsabilidad implica, en ocasiones, decidir que un alumno/a/e no promocione. Como dijo una entrañable colega en alguna reunión del corriente año: “la firma todavía la tiene el docente y hay que hacerla valer”. Suele autodefinirse como “una profesora vieja” pero, aunque quizás ella no lo sospeche, en su planteo late una irreverente juventud.

 

* Docente en una Escuela Media de la Ciudad de Buenos Aires y en la carrera de Sociología en la UBA. Licenciada y Profesora en Sociología (UBA). Becaria doctoral CONICET. Integrante del Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini” (CCC).

 



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