EL EXPERIMENTO INVEROSÍMIL DEL DR. HERMANN VON HERRNÄNDEZ
El Dr. Hermann Von Herrnändez
llevaba varios años sin permitirse dormir más de cuatro horas seguidas en
ninguna circunstancia. Aislado en su cabaña, en la que el frío solo podría
compararse al que debe hacer en los alrededores de Plutón, estudiaba desde
hacía décadas la posibilidad de domesticar hormigas para el transporte de
objetos particularmente pequeños y múltiples y para la defensa de reservas de víveres
ante ataques de insectos de diverso tipo, incluso hormigas cimarronas o
enemigas.
Los avances del experimento eran más
que lentos. Sin embargo, por más predisposición al esfuerzo sostenido que
asumía su cuerpo en deterioro, al Dr. Von Herrnändez se le imponía como
necesidad ineludible atender, a la vez, los trabajos necesarios para
alimentarse, calefaccionarse, asegurarse una mínima higiene y un descanso
básico. Y eso insumía tiempos esenciales, dedicaciones entrañables, celos
viscerales y energías íntimas. Así y todo, un día, al rato de concluir su
almuerzo y tras unos minutos de sueño junto al fuego del hogar, recostado sobre
pieles de distintos animales apiladas, viendo a través de una ventana extinguirse
la luz del sol mientras abría los ojos, se incorporó dispuesto a realizar
ciertas observaciones de rutina completamente hecho a la idea de anotar en su diario:
“Jornada 12475. Sin novedades”, tal como lo venía haciendo desde la jornada
324. Pero, al dirigirse al sector de la cabaña en que el experimento, centralmente,
transcurría, topó con una novedad que le trastocó el ánimo de forma tumultuosa.
Si bien el tazón lleno de azúcar hasta el riesgo de desborde lucía tan colmado
como lo había dejado antes del almuerzo, al asomarse Herrnändez al dedal
dispuesto boca arriba a 30 centímetros del recipiente atiborrado de cristal dulce
y molido pudo ver en su fondo mínimos contrastes con la esperada oscuridad. Enardecido
y obligándose a la calma, volteó el dedal sobre un pañuelo negro desplegado y
vio caer, empañados sus ojos por la emoción, pequeñísimos cuerpos sólidos de
brillo blanco sobre la tela sin reflejos.
Secó sus lágrimas, se calzó los
lentes y contó 6 granitos de azúcar molida que las hormigas habían pasado del
tazón al dedal. Tras expresar con estridencias desusadas su alegría por lo que
consideraba un logro trascendente, temiendo sobredimensionar los resultados o
estar valorando unilateralmente los cambios observados en la disposición de
esas porciones despreciables de azúcar, detuvo su atención en los numerosos granos
que se hallaban dispersos en torno al tazón, en el frenético deambular de los
insectos por todas las superficies implicadas en el experimento o tomadas por sus
alcances indomables y en esa hormiga, de la especie con que el Doctor venía trabajando
(había de otras, también, deambulando por fuera de todo cálculo científico y por
dentro del ámbito sometido a vigilancia permanente), caracterizada por lo pequeño
de sus individuos, que, trepando desde el fondo del dedal dispuesto boca arriba
hasta erigirse en solo cuatro patas sobre el borde, abandonó el granito que
cargaba, dejándolo caer en el abismo del que lo había rescatado para correr
hasta el grano de azúcar más cercano ya fuera del objeto en que se hubo
aventurado previamente. Cargó ese grano sobre su propio ser corpóreo y se
perdió a través de la unión entre dos tablas de la madera del piso.
Tras horas de concienzuda
observación y reflexiones desveladas, Hermann Von Herrnändez anotó: “Jornada 12475.
Las hormigas realizan el transporte exitoso de, aproximadamente, el 0,0000000000045783%
del material total provisto al destino sugerido por la presencia de un
recipiente próximo.” Y, refiriéndose a las hormigas que llegó a ver portando
granitos de azúcar y perdiéndose por diferentes hendiduras de la topografía del
ensayo, agregó: “Un porcentaje equivalente al triple de lo que se depositó en
el destino sugerido se distribuye mientras realizo la presente observación entre
disímiles puntos del terreno en que las hormigas excluyen sus existencias del
campo de lo observable para mí. Haciendo lo propio con los granos que cargan. Esto
es atribuible, suponemos, a pulsiones genéticas de los insectos.”
Agotado por la euforia, el cuerpo del Doctor se entregó a un sueño de inéditas y tentadoras profundidades que redundaron en el descuido del sistema mediante el que mantenía ardiendo el hogar de la cabaña, rodeada por un depósito de nieve comprimida de diecisiete metros de altura y soportando eso mismo sobre el techo. El fuego se extinguió durante esa noche, la última del otoño, coincidiendo con la conformación de un clima comparable al que dificulta el movimiento en los más recónditos espacios interestelares. Hermann Von Herrnändez alcanzó a soñar que las hormigas de su experimento desensamblaban el reloj que había dejado en una punta de la mesa y lo volvían a ensamblar pieza por pieza en la otra punta. Al comenzar la primavera no quedaban rastros de azúcar en el tazón ni en el dedal ni en la alacena y del Doctor solo quedaba su esqueleto abrigado bajo pieles de mamíferos. La misma hormiga que, asomándose al borde del dedal, había desechado un granito de azúcar para cambiarlo por otro, recogido camino del refugio, ahora recorría su clavícula derecha completando la inspección de su osamenta en busca de posibles restos mínimos de tejido aprovechable que yacieran todavía adheridos al material pelado y seco de sus huesos.
El texto de esta entrada pertenece a la obra "Entreveres", de Fiche, autor de "El pensamiento fragmentario de Pedro Maidana (panfleto filosófico y comentarios del tiempo)", entre otras obras que iremos presentando. Otra muestra de sus "Entreveres" puede encontrarse acá:
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